"UN REGALITO PARA TODOS LOS FUTBOLEROS"
Última semana…
Todas las tardes, al volver del
trabajo, me bajaba del ómnibus frente a una mercería; quizás por la rutina o
porque pensaba que rara vez iba a detenerme para comprar algún corte de género,
hilos o botones, miraba al negocio con indiferencia. Pero, ese lunes, un gran
cartel con letras de colores ubicado en la vereda, desvió mi atención. El
anuncio era curioso: “Última semana - Regrese al pasado por algunas monedas”.
Todos sabemos que regresar al pasado
es imposible, por eso cuando leí el cartel me causó gracia y pensé: ¡qué forma
de engañar a la gente! Hay directores de cine y escritores, que, con ese
recurso fantasioso han realizado películas y escrito libros que han tenido muy
buena aceptación en el público, pero aquella invitación a pasar y hacer la
experiencia de regresar al pasado en un local comercial y de camino a casa, era
muy raro y me dejó pensando.
Los días siguientes fueron aumentando
mi interés, no porque quisiera volver el tiempo atrás, sino todo lo contrario,
porque quería demostrar que volver al pasado es una falacia. Pero, la única
manera de probarlo, era haciendo la propia experiencia, por eso, el día
viernes, casi al “finalizar la promoción”, me decidí e ingresé al negocio con
unas cuantas monedas en el bolsillo.
Encaré directamente a la empleada
para preguntar por el asunto. Me explicó que en una computadora tenía que
escribir los detalles del lugar al que quería regresar, y la máquina haría el
resto. La cantidad de años que quería retroceder, dependía de la cantidad de
monedas que colocara en una consola ubicada al lado de la unidad.
Mi incredulidad fue en aumento y la
chica, desafiándome, dijo que probara para ver cuánto de verdad había en
aquella máquina. Saqué las monedas y se las entregué a la empleada que después
de contarlas me dijo que me alcanzaba no más allá de la década del setenta.
-¿Mil ochocientos setenta?- pregunté,
lo más entusiasmado que pude.
- No, mil novecientos setenta-
contestó la chica
- Bueno- dije- voy a probar. Y entré
a uno de los boxes, un poco más convencido, dado la seguridad con la que me
atendió la empleada.
Me senté en una butaca que me
envolvía casi por completo, me puse unos auriculares y metí una a una las
monedas. Después de colocar la última, accioné una palanca y un leve sonido me
indicó que tenía que escribir el destino. Será por esa pasión futbolera que se
me ocurrió colocar “Final de fútbol en Argentina”, pensando que si era cierto,
la máquina me iba a trasladar al Monumental para ver la final contra Holanda.
Emocionado, palpitaba el gol de Kempes con la suela de su zapato izquierdo, el
campo lleno de papelitos y yo mirando todo desde la platea. Mi entusiasmo por
el fútbol es tan grande, que no me importaba volver a esos años oscuros de la
dictadura militar, con tal de revivir la final de la Copa del Mundo.
Después de escribir el mensaje y una
espera de algunos segundos, sentí un fuerte mareo y un ruido ensordecedor:
casas, autos, árboles y un sinfín de objetos pasaban velozmente por el monitor,
como si cada uno de ellos fuera un año que retrocedía en el tiempo. Fueron dos
o tres minutos insoportables; quería salir de aquel torbellino y no sabía cómo.
Luego, esas imágenes fueron desapareciendo lentamente y en su lugar, varios
círculos concéntricos, que aumentaban y disminuían de tamaño, formaban una espiral interminable. El mareo
fue más intenso, hasta que se produjo un espeso silencio. Ya no veía pasar
ningún auto, ni árboles, ni casas, ni círculos; cómo si hubiera llegado a
destino…
Di unas cuantas vueltas y un grito de
dolor al caer en un duro piso de tierra y piedritas sueltas. Había aterrizado
en la Canchita América, en una de las áreas para ser más exacto, a cientos de
kilómetros del Monumental. Quizás me faltaron precisiones o monedas cuando
escribí el mensaje, lo cierto es que llegué al año 1979 en que jugamos la final
de fútbol entre los dos sextos de la Escuela Industrial.
El partido existió; fue monótono y
frío como la tarde, puedo describirlo con todos los detalles. Y el aterrizaje
en el área también fue cierto, ya terminaba el partido, empatado en cero,
cuando me largaron la pelota en cortada al corazón de la defensa de ellos,
quiere despejar el “dos” y se cae, yo aprovecho, la empujo un poco para
dominarla y se me va larga, no voy a llegar ni en bicicleta y tomo la decisión
de tirarme en el área dando un lastimoso grito de dolor, que hubiera
estremecido las tablas y las dos o tres primeras filas de cualquier teatro.
El árbitro era el profesor de
gimnasia, y se había quedado charlando en la mitad de la cancha, contagiado del
bodrio de partido y no sabía qué cobrar. Llegó al lugar de los hechos
dubitativo, pero cuando vio que yo estaba a punto de morir en el área, con sangre
en una rodilla y en la frente, fue tajante: ¡penal!
Mis compañeros saltaban y se
abrazaban de alegría y los del otro sexto me querían matar. Sentí un repentino
ataque de vergüenza, pero no podía echarme atrás, si el profe me hubiera
preguntado si me tocaron o me tiré, por ahí le decía la verdad, pero como no me
preguntó…
Mientras el árbitro contaba los doce
pasos, los rivales estaban muy calientes y uno de ellos comenzó a insultarme,
después otro me tiró una trompada que no llegó a tocarme gracias a un esquive a
lo Nicolino; luego otra trompada que no pude evitar me agarró de lleno en el
mentón y de nuevo al suelo… ya conocía el final. ¡Me iban a matar! ¿Cómo
cambiar la historia?
En un acto último de supervivencia, le arrebaté el
silbato al profe y lo soplé con tanta fuerza, que desconcertó a los del otro
sexto. Ayudado por mis compañeros, logré salir del tumulto escapando a toda
velocidad de una pelea desigual.
…Y aquí estoy de nuevo en el local de
venta de géneros, hilos y botones. La
gente me mira con asombro; sólo estoy un poco agitado, de pantalones cortos,
sucios con sangre y tierra, y tengo un silbato colgado del cuello.
Tito Warnier