"CUENTOS DE FÚTBOL"
La pelota
A las tres de la tarde de aquel sábado de diciembre, era casi imposible
estar en la calle. El sol reverberaba en el asfalto, dibujando raros arabescos
que se diluían en el aire. Me había tocado ir a la fábrica en la mañana, por
eso, cuando llegué a casa, agotado por el trabajo y el calor, no almorcé, sólo
me di una ducha y me fui a descansar a mi habitación. Encendí el aire
acondicionado tratando de mitigar los 37° grados que querían meterse por la
ventana. Sólo el calzoncillo y el libro "Arqueros, ilusionistas y
goleadores" de Osvaldo Soriano, eran mi única indumentaria. Estaba a punto
de dormirme cuando escuché unos gritos y el ruido inconfundible que da una
pelota cuando golpea en el asfalto. Corrí la cortina y vi, en la calle, a un
grupo de chicos de no más de quince años, dispuestos a jugar un partido de
futbol. Chau siesta, me dije, casi al mismo tiempo que un pelotazo se estrellaba
contra el portón de mi cochera.
No sé sí fue parte del sueño o nunca dormí, pero estos chicos trajeron
a mi memoria recuerdos de una época inolvidable. En aquellos jóvenes años,
todas las tardes, al volver de la escuela, jugábamos al futbol en una canchita
de tierra que habíamos improvisado en un lote baldío en la esquina de las
calles Líbano y Lemos. Aquellos picados servían para sacar todo el potrero que llevábamos
adentro. Pasábamos toda una tarde tirando tiros libres con barrera; otra tarde
practicábamos piques, frenos, amagues y gambetas. Con las chilenas y rabonas terminábamos
invariablemente, revolcados en la tierra. Todas estas "fantasías"
tratábamos de llevarlas a la práctica, cuando jugábamos partidos oficiales, que
eran los desafíos con los otros barrios. Y después de un caño o un sombrero,
venía la cargada y terminábamos a las trompadas. Los otros equipos también tenían
sutilezas y por eso el espectáculo estaba garantizado; ya sea por el futbol o
por el boxeo.
Pero vuelvo al "estadio" de la calle Líbano; la canchita
estaba orientada de este a oeste; el arco de cañas atadas con alambres daba a
la calle Lemos y el otro arco, dibujado con cal, en la pared medianera de la
gorda Condorí. Esta forma de denominar a la señora Ignacia de Condorí, no es
discriminatoria, para nada, porque hay gordas y gordas; pero esta señora, tenía
muy bien ganado el apelativo y a veces hasta con algún agregado: de mierda o
culona o algún otro epíteto, según la inspiración del momento. Nosotros no la
queríamos a esta señora, porque cada vez que la pelota pasaba los límites del
travesaño y caía a su casa, no la devolvía y se acababa el partido y nos quedábamos
puteándola recalientes. No estaba bien que la insultáramos, pero la amargura
que nos generaba cuando no nos devolvía la pelota, justificaba esa reacción
espontánea que era en legítima defensa. Pero un día, la pelota paso la pared de
la gorda y al instante vino de vuelta, pero pinchada; la gorda le había clavado
una aguja de tejer que se había llevado todo el aire y nuestra ilusión de otra
tarde de futbol.
La guerra estaba declarada; las piedras que sacábamos de la canchita
pronto encontraron su lugar en el mundo: el patio de la gorda. Después que nos
cansamos de tirarle piedras y todo tipo de objetos contundentes, se hizo un
silencio espeso que envolvió el campo de juego; la gorda, incapaz de dar
batalla a la logística y al arsenal de municiones que habíamos armado para atacarla, no tuvo mejor idea que
llamar a la cana. Nosotros, percatados de que algo raro estaba ocurriendo, nos
retiramos en tropel, tapados en una nube de tierra.
Un nuevo pelotazo en el portón me despertó o me trajo a la realidad. Como
dije más arriba, estaba acostado y como única prenda tenia puesto un
calzoncillo, así es que comencé a vestirme rápidamente antes que destrozaran la
casa. Estaba atando los cordones de mis zapatillas cuando otro golpe precipitó
mi descenso por la escalera.
Abrí el portón en el momento justo en que un chico venía a buscar la
pelota. Yo la agarré primero y el pibe retrocedió temeroso. Enseguida sonrió
dubitativo cuando comencé a hacer jueguitos, sólo tres, sin que la pelota se
cayera. Cuando los otros chicos me vieron con la camiseta argentina, el pantalón
negro y las medias celestes y blancas me dijeron ¿quiere jugar don? Les dije
que sí y ahí nomás armamos un partido. Los pibes me hacían intervenir en el
juego, pasándome la pelota, yo les devolví algunas y otras me las morfé para no
perder la costumbre.
Al rato les dije a los chicos que no iba a seguir jugando y que
tuvieran cuidado de no romper un vidrio, y entré a casa. A pesar de los dolores,
los calambres y la bolsita de hielo en mi rodilla izquierda, estaba feliz y mientras
me recuperaba en el sillón pensaba cómo iba a hacer el próximo sábado para
decirle a los chicos que fueran a jugar a otro lado.